No quiero escribir sobre la muerte. No quiero leer sobre la muerte. No quiero saber de la muerte. 
Me angustia. Nos angustia. 
En realidad, no la he mirado nunca a la cara. No me la puedo imaginar. No me la creo. 
No me puedo creer que un día me desconecte(n) de esto que llamamos vida. No me puedo creer que un día no pueda ver, oír, oler lo que aquí está pasando. Me resulta inimaginable. 
Aunque su presencia empapa mi vida cotidiana. Lo reconozca o no. Lo quiera ver o no. 
Cómo será eso? Qué hace la gente cuando va llegando a ese momento? Cómo se encara ese instante tan inaudito, tan increíble, con el que nos vamos a enfrentar tod@s? Qué se supone que ocurre ahí? Cómo puede un@ reaccionar? 
Me imagino que el hecho de que venga sin saber muy bien lo que ocurre, en el fondo, facilita que vaya sucediendo. O que suceda de golpe. Que todo puede suceder. 
No sabemos nada de la muerte. La vemos. No la podemos negar. Pero, no, a mí no me va a llegar. Es injusto. Es imposible. 
Y nos negamos a hablar de ella. Nos negamos a ir preparándonos. A estar preparados. Y mixtificamos su presencia desviando el tema hacia qué habrá después de ella. El caso es que ELLA no esté, no la reconozcamos, no exista. 
Vive, así pues, la muerte muerta de nuestra propia consciencia. Por eso no quería escribir lo que estoy escribiendo. 
Pero la muerte existe, aunque seguro, no es la muerte que nos imaginamos, la que creemos. Esa no. 
Pero, cómo será la auténtica? Adónde nos llevará? Qué hay en ese estar que es, al fin y al cabo, otra forma de vida? 
Vivir, morir son, quizá, dos maneras de decir lo mismo. Lo curioso es que el pánico a la muerte viene dado, directamente, por el hecho de que nos sitúa, frente a frente, con nuestra propia ignorancia de la vida.