
Solemos creer que somos nuestros pensamientos. Que los pensamientos son verdades, experiencias obvias, hechos inamovibles.
Pero un pensamiento no es un hecho ni una evidencia empírica. Solo es, en palabras del neurocientífico David del Rosario, una propuesta neuronal, una posibilidad que, si la dejamos y no le prestamos atención, en su caminar puede transformarse en una creencia y, de ahí, en una verdad incuestionable.
Sin embargo, podemos decidir si esa propuesta la aceptamos como guía de nuestra vida, si le damos el mando de nuestra visión del mundo, si la convertimos en nuestra jefa.
O si, por el contrario, una vez vista y observada, decidimos desecharla y que no nos dirija y gobierne. Y esto solo depende de que podamos descubrirla, observarla.
Y cómo podemos descubrir los pensamientos que nos gobiernan?
A través de las emociones. Fundamentalmente de ese gran revelador de tesoros que es el miedo. Al que, si lo escuchamos y no lo reprimimos, le podemos seguir el rastro de su voz hasta llegar al fondo de sus gritos donde residen los pensamientos que lo sustentan. Esa parte de uno mismo que se cree a pies juntillas ciertos pensamientos que se han instalado como verdades eternas e incuestionables. Y que, cuando los descubro armado de la lupa de discernir verdades de posibilidades, puedo decidir, con absoluta consciencia, si permito, si acepto que esos pensamientos sigan siendo mis jefes, sigan haciéndome ver la vida a través de su prisma.
O si, por el contrario, les doy las gracias por los servicios prestados y les permito que se vayan por donde vinieron, para vivir libre de ellos y permitirme que la vida, no mis creencias de la vida, entre a raudales.