A veces, en medio de la noche, me asalta el miedo a enfermar. Así, en abstracto. Pero lo siento. Se me instala en el estómago y allí vive un buen rato. Lo miro y ni siquiera se escabulle. Me planta cara. Lo sigo mirando. Me habla de mi rechazo a la enfermedad, de mí no aceptación de grandes dosis de la vida en general, de la mía en particular. No reconozco ni acepto que la enfermedad está en esta vida, que ha estado y puede estar en la mía personal. No quiero que exista. Y la vislumbro terrorífica, inclemente. Me paraliza la vida, rompe mis ilusiones, mi bienestar. Crea problemas. Posiblemente la muerte. Y no hallo soluciones. Intento encontrar salidas: eso, la enfermedad, no está aquí, ahora. No “es” en este momento. Por tanto, vamos a vivir aquí, donde estamos, donde somos. Todo está en mi mente. Voy respirando. Se está a gusto aquí en la cama. Este instante lleno de vida. La enfermedad es parte de la vida, es vida. Ahora no está. Gracias por el inmenso regalo de experimentarme vivo. Me doy cuenta de que me imagino enfermo desde la salud. Ahí no vale: solo si estoy enfermo puedo vivirme enfermo. Y en esa situación nadie sabe qué puede pasar, cómo voy a reaccionar, qué me puede aportar. Poco a poco me tranquilizo. Van pesando los párpados. Vuelve el sueño y con él la plácida sensación de calma.