Soñé la otra noche -o quizá solo fui consciente- con un río extraño (como en todos los sueños las cosas eran raras, muy raras).
El río era una franja que no tenía base; en realidad era como si estuviera pintado en la pared o en un cuadro y fuera, simplemente, una franja que por debajo tenía espacio en blanco y por encima también. 
Lo curioso -e interesante- era que cuando me acercaba a él, metía la cabeza, me sumergía…era total y completamente un río. Y me sentía dentro de él, viviendo en él, formando parte de él. Y en aquel río estaba y habitaba mi dolor, mi miedo, mi angustia, mi desesperación, mi rabia, mi malestar, mi enfado…y así podría estar un buen rato. 
Era -como ya habréis adivinado- mi río, el río, nuestro río del sufrimiento. 
Lo espectacular venía cuando me atrevía a sacar la cabeza del agua, de las profundidades del río -y, en medio de la noche, fui consciente de que podía hacerlo- , ahí todo se transformaba: podía ver, sentir, estar, de otro modo. 
Así, si sumergía la cabeza, inmediatamente se creaba un torbellino de dolor y angustia. Si la sacaba, había calma y una visión diferente de la naturaleza, de la vida, de mí. 
Tuve la conciencia, en ese instante, de que algo así debe de ser lo que llaman el despertar.