Una de las cosas que más me ha costado (y me cuesta) en mi labor como terapeuta (y en mi vida cotidiana) es respetar los ritmos del otr@; su voluntad de aprender o no; lo que yo entiendo -desde mi perspectiva- como sus empecinamientos; sus decisiones -a veces diferentes de las mías-; su aparente intención de golpearse contra la pared -vista desde mi necesidad de seguridad-; su caminar que va construyendo un camino. 
Leí el otro día que tratamos de cambiar al otr@ porque no estamos en paz (“Aurum” dixit), y creo que es verdad.
Al final es mi miedo a que el otr@ se haga daño (cómo aquel chiste : “Hijo mío, ponte el abrigo que el papá tiene frío”), mi incapacidad para sostener una situación que se me hace insostenible,
mi convicción de que sé lo mejor y tú estás equivocad@, mí imposibilidad de ponerme en la piel del otr@, la creencia de que conozco cómo va este mundo y puedo decidir qué es lo mejor para ti (sin dudarlo), la insoportabilidad de que puedo ver qué es lo que te conviene y tú no me haces caso, mi irrefrenable impulso por arreglar tu vida y, a la postre, la poca fe y la casi inexistente sabiduría que no nos permite ver que la vida tiene sus tiempos y su ritmo, #que cada un@ recorre el camino -los caminos- a su paso, con su tempo, a través de las circunstancias que le son precisas para aprender, descubrir, saber lo que tiene que saber, descubrir, aprender. 
Y nosotr@s podemos ser compañer@s de ese viaje, amables, atentos, cariñosos;
podemos ser una luz en su camino, un aviso en su deambular; podemos mostrarles otros caminos, otras posibilidades. 
Pero, en definitiva, es su vida, son sus decisiones, es su libertad de experimentar como profundamente necesite y quiera. Porque tod@s tenemos el inmenso derecho de vivir conforme a lo que la vida nos demanda. Y sencillamente deseamos.