Parece un trabalenguas. O una obviedad. Pero no es una cosa ni la otra, sino una frase que encierra un concepto poco atendido porque nos parece evidente. Creemos, sin lugar a dudas, que vivimos como sentimos y que, por lo tanto, estamos como sentimos. Pero, en general, no es así. Muy frecuentemente ignoramos lo que sentimos, no lo escuchamos ni le prestamos atención; en bastantes ocasiones, si lo intuimos o sabemos que nos está afectando, lo intentamos apartar de nuestra mirada, de nuestra vida, de nuestro actuar. 
Así, entramos en una profunda incoherencia, en un costoso desequilibrio que nos lleva a vivir fingiendo que estamos viviendo lo que no estamos sintiendo. Fugados de nosotr@s mismos. Y, entonces, empiezan a suceder cosas que nos desconciertan o que, más probablemente, nos hagan sufrir. 
Y es que se desata una lucha interna entre esas emociones que no reconozco o/y que no quiero vivir o que son incómodas socialmente -pero que mi ser profundo está sintiendo y empujando para ser vividas y escuchadas- y mi discurrir consciente lleno de lo que tiene que ser, de lo que me tiene que importar, de lo que tengo que mostrar. 
No, la vergüenza, el miedo, la rabia, la desesperación, el hundimiento emocional-vital no se puede mostrar, vivir, reconocer en un@ mism@. 
Pero el sufrimiento aprieta y aprieta hasta que un@, en el límite, cede y reconoce, y toma conciencia , y acepta que sí, que tengo vergüenza y miedo y que no puedo más. 
Y en ese instante empezamos a entrar en coherencia. Nos alineamos con lo que sentimos y hay una gran paz y liberación. 
Que viene de la mano, sin duda, de la honestidad: esa forma de vida tan menospreciada y tan imprescindible para vivir en coherencia con nosotr@s mosm@s. Honestamente.