
Dice Eckart Tolle que la vida es una aventura no un viaje organizado. Esto, para mí, significa que la vida es un proceso de construcción y deconstrucción, de subidas y bajadas, de encuentros y desencuentros, de situaciones que empiezan y acaban, y vuelven a empezar, de movimiento constante, de experimentar y ser consciente de esa experimentación (o no).
Sin embargo, pretendemos, una y otra vez, que el cambio no nos afecte, no nos suceda. Intentando vivir ajenos a esos (¿hermosos?) procesos de construcción y deconstrucción que nos aterrorizan. Buscando la felicidad eterna, inmóvil, infinita que tod@s hemos experimentado una y otra vez que no existe, que no nos ocurre, que no se alcanza, que no es de este mundo.
Así es que procuramos minimizar el resultado buscando un trabajo fijo y seguro, una relación estable y duradera, una visión del mundo pétrea e irreversible, unas rutinas surcadas en el tiempo.
Pero el movimiento no cesa en esta tierra, en este tiempo, en el tiempo lineal que llamamos vida.
Por lo tanto, podemos optar por unirnos a la fiesta, ir de la mano de lo que suceda, saborear (y disfrutar, si es posible) de los devenires de cada día, de cada situación. De ir viendo cómo evolucionan nuestr@s hijos, nuestras relaciones, nuestros entramados sociales. De ir experimentado, con todo el brillo y la gloria de la vida, cómo crece nuestra conciencia, cómo se transforma nuestra organización mental. O no.
En cualquier caso, ya no somos aquel/la que salió en la foto hace no sé cuántos años…aunque de vez en cuando nos invada la nostalgia. Hemos vivido retos, hemos cruzado desiertos. Hemos crecido en conciencia.
Así es que cuando giramos la cabeza hacia el presente nos podemos ver-desde esta perspectiva- mucho más hermos@s que aquel/lla que se perdió en la bruma.