Ese invento maravilloso que nos cautiva constantemente. Solo hay que ver las caras de l@s niñ@s cuando les cuentas una historia que les apasiona. Esas historias van forjando nuestra vida. Historias de héroes y heroínas a l@s que queremos imitar, que nos sirven de guía. Arquetipos que nos definen y nos construyen. Y así un@ va contándose sus propias historias. 
Lo que nos lleva a ir dibujando una imagen de nosotr@s mism@s, de l@s otr@s, del lugar donde vivimos. Casi sin darnos cuenta. 
Y de tantas historias vamos sacando conclusiones que contamos a l@s amig@s, a l@s enemig@s, a nuestr@s hij@s. Que estamos dispuest@s a defender a capa y espada. 
De ahí las autoevaluaciones, las calificaciones de mí mism@ que creo ciertas, inamovibles, seguras, imperecederas. 
Hasta el punto de que, generalmente , no somos conscientes de que solo son una consideración, una evaluación, que no es una verdad empírica, solo una mirada. Que, a su vez, determina una actitud con la que me levanto cada mañana. Con la que camino por este universo, que me enfrenta o me une a aquell@s con quienes me cruzo en mí transitar, que me ayuda a prosperar o me empuja a desesperar. 
Esas historias que le dan sentido a mi vida o la vacían de él para vagar errante a través del tiempo. 
Construir historias es una tarea apasionante, extraordinaria, humana. Divertidas y con suspense, a veces. Tristes e inspiradoras, otras. Crueles y trágicas, algunas. 
Pero, al final, son solo historias. Nuestras historias.